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INTERSECCIONES / Yo también tengo preguntas

A más de seis meses del lanzamiento de #MeToo, empieza a ser hora de hacer preguntas incómodas para dimensionar correctamente este fenómeno mediático.

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Por Fulvio Vaglio

A veces es inevitable hacerse preguntas que de antemano se saben tendenciosas, pero que pueden echar una luz reveladora sobre acontecimientos complejos. Una serie de esas preguntas se refieren a #MeToo, la red social que ha destapado la cloaca del acoso sexual, primero en la industria del espectáculo y de la información, luego en la política y la administración pública, hasta abarcar el deporte, la escuela, el ejército y las iglesias de todo tipo y denominación: es decir, todos los pilares, viejos y nuevos, de la vida social.

Si olvidamos la consigna Me Too (sin hashtag), lanzada por Tarana Burke en 2006 en la red social MySpace, el #MeToo actual y sus derivaciones se remontan al Twit de Alyssa Milano del 15 de octubre de 2017; para, más o menos, mediados de enero de 2018 ya había alcanzado los niveles actuales de difusión; es decir, que su dimensión internacional y sus consecuencias se han manifestado en un periodo brevísimo.

Una difusión tan rápida y tan global revela que el malestar que la genera va más allá de fronteras nacionales, idiosincrasias culturales y áreas específicas de trabajo. En realidad, en este último medio siglo, el único fenómeno que tuvo una difusión comparable, por rapidez y dimensiones internacionales, fue la protesta estudiantil de 1967-68, sobre todo en su vertiente inicial en contra del “autoritarismo académico” y de la manipulación mediática; fenómenos ideológicos los dos, con la pretensión de cimbrar las bases de la sociedad; señales de alarma de sistemas reacios a renovarse; parteaguas entre los países que sí aprendieron a convivir con realidades nuevas, y los que se atrincheraron en el rechazo a la modernización política y aún están pagando el precio por ello.

Reconocido esto, empiezan las preguntas difíciles o escabrosas: la primera: ¿qué extraña casualidad impulsó el surgir de #MeToo cuando faltaban apenas semanas para el primer aniversario de la elección de Trump, y a enfocarlo primeramente en contra de Harvey Weinstein, amigo de los Clinton y representante de la intellighentsia liberal que había aprendido a compaginar la vocación del poder y el dinero con la defensa, tibia, esporádica e hipócrita todo lo que se quiera, de causas a veces incómodas? Suena a revancha por los Hollywood tapes, ¿o no? En esta misma columna he reseñado el caso de Dominique Strauss-Kahn quien, acusado y posiblemente culpable de violación, fue utilizado por la derecha francesa para bloquear sus ambiciones políticas.

La segunda: ¿quién era, en octubre de 2017, Alyssa Milano? Su carrera de actriz no había sido particularmente exitosa: había debutado a los once años en 1984, como personaje recurrente del sitcom Who´s the Boss? (interpretando la hija adolescente del protagonista); en la década sucesiva apareció en dos temporadas de Melrose Place (1997 y 1998), producida (seguro es una casualidad) por FOX. En cuanto al cine, sus personajes de entonces iban desde una Lolita sin escrúpulos (Casualties of love, de 1993), a jóvenes atormentadas por inquietudes sexuales (El abrazo del vampiro, de 1994, y Pecados mortales, de 1995), a la antagonista relativamente buena, víctima de una protagonista decididamente mala (Confessions of a sorority girl, de 1994, con la dirección de Uli Edel).

En el nuevo milenio acompañó crecientemente a la actividad de actriz de teleseries (por ejemplo, Mistresses de 2013), la de productora y editora (lanzó el cómic Hacktivist, definido como un “thriller cibernético”) y de activista en causas internacionales (es colaboradora de la UNICEF); aun así no ha abandonado el coqueteo con los temas sexuales fuertes (véase el desastroso e incomprensible Alyssa Milano’s Sex Tape, un corto de 3 minutos que no se sabe si pretende apoyar o rechazar la intervención militar norteamericana en Siria, o mofarse de los noticieros televisivos).

Luego, en octubre 2017, vino su iniciativa de #MeToo. Las primeras acusaciones en contra de Weinstein habían sido formuladas diez días antes por otras actrices. ¿Búsqueda de notoriedad trepándose a una causa popular? ¿Alyssa Milano como Joe McCarthy (que tampoco había inventado el “peligro comunista”)? No puede descartarse. El propósito declarado fue despertar la conciencia de la dimensión del problema, y vaya si lo logró. En los meses que van de 2018, el blog ha pasado de la denuncia a la propuesta de reformas, loables y necesarias todas, aunque el panorama internacional es obviamente disparejo. Preguntarse ahora si Alyssa se esperaba tanto éxito, es tan inútil como hacerse la misma pregunta sobre Rudi Dutscke, Daniel Cohn-Bendit o Abbie Hoffman hace cincuenta años; ahora como entonces se tocó un nervio delicado del sistema y éste ha empezado a dar patadas.

Quedan ahora, así como quedaban en 1968, preguntas abiertas y delicadas. Una concierne las garantías individuales para los acusados de conductas sexualmente (hoy; políticamente, hace cincuenta años) inapropiadas; el abanico de posiciones es amplio: hay quien parafrasea a Lenin sobre los daños colaterales (“la revolución no es una fiesta de gala y no se puede hacer con guantes blancos”); hay quien, estadísticas a la mano, sostiene que, en la duda, hay que creerle a la víctima acusadora y no al imputado, porque la primera tiene más que perder (seguramente era así antes de #MeToo: ¿sigue siendo lo mismo?); hay quienes proponen deslindes más razonables, entre conductas a todas luces ilegales, conductas de por sí legales pero inadmisibles en ciertos marcos (por ejemplo, el acoso laboral), y conductas que pueden juzgarse con el rasero del gusto pero no con el de la moralidad y, menos aún, de la legalidad.

Otra pregunta va más allá del derecho legal a apuntar dedos: la carta abierta a Le Monde, publicada el 10 de enero por cien mujeres francesas entre las que el nombre más sonado fue el de Catherine Deneuve, sostenía que el “derecho de molestar” (le droit d’importuner) es indispensable para la libertad sexual; una cosa es la violación y otra cosa es la insistencia en el piropo, por pesado que sea, decía más o menos la carta; el ataque contra ese derecho raya en la sexofobia. En otras palabras: quien no aguanta el calor, que se salga de la cocina.

Hace cincuenta años, los críticos del movimiento estudiantil apuntaban al carácter sustancialmente ideológico del movimiento y a la imposibilidad de establecer objetivos comunes para un panorama internacional disparejo; finalmente, la realidad les dio la razón y la contracultura rebelde de los sesentas desembocó en el neoliberalismo a ultranza de los ochentas; la misma disparidad afecta ahora el fenómeno #MeToo: romper el cerco del silencio sobre abuso sexual y discriminación de género se plantea de manera muy distinta en sociedades industriales o comunidades rurales, en sistemas político-ideológicos capaces de recuperar y canalizar las protestas, o acostumbrados a reprimirlas con la fuerza y la intolerancia, la desaparición forzada y el feminicidio.

Por lo pronto, en la punta del iceberg han empezado a oírse otras voces articuladas, blogs con menos seguidores, pero no menos interesantes, como #HimThough y #IDidThat; el primero, por obra de una mujer activista (Liz Plank), invita a centrar la atención no sobre las víctimas sino sobre los victimarios; el segundo por iniciativa de un periodista hombre (Devang Pathak, si es su nombre verdadero), invitando a los hombres, todos nosotros, a reconocer nuestra corresponsabilidad en la agresión sexual.

Para terminar, como siempre en esta columna, con un regreso al mundo de las películas: está disponible en Netflix Je ne suis pas un homme facile (“No soy un hombre fácil”). No es una tonta comedia norteamericana sino una muy inteligente película francesa, dirigida por una mujer (Éléonore Pourriat), que escoge un camino a mitad entre el “manifiesto de las cien” y las colaboradoras de #MoiAussi. No voy a comentarla ahora para no echar a perder la sorpresa, pero véanla.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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