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INTERSECCIONES / Africa: retaguardia y vanguardia

Este año África también enfrenta retos electorales, modelos de integración continental y movimientos de protesta.

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Fulvio Vaglio 

En 2019, casi la mitad de los países africanos (22 de 54) tienen elecciones presidenciales o legislativas. Incontenible anhelo democrático según los pocos optimistas, farsa periódicamente renovada según los muchos escépticos. Es cierto que África sigue siendo “el continente de los presidentes vitalicios”, como lo define Angelo Ferrari: el menos antiguos es, a la fecha, Pierre Nkurundiza de Burundi, en el poder “sólo” desde 2005, pero con una reforma constitucional que le permite reelegirse hasta 2034; las dinastías familiares Bongo-Ondimba (en Gabón) y Gnassimbé-Eyadéma (en Togo) son las más longevas, pues ambas subieron al poder en 1967. En medio, Ferrari cita al menos ocho casos más, a los que habría que agregar varios regímenes árabes del norte de África. 

El abanico de situaciones es amplio, pero tiene lineamientos comunes: oligarquías nacionales que se hicieron del poder con el derrumbe del colonialismo y lo mantuvieron en los años turbulentos del desmoronamiento del bloque socialista; dinastías familiares cuya puerta de acceso al poder es invariablemente el golpe de estado militar (fruto y pretexto, en varios casos, de guerras civiles y conflictos étnicos), siempre acompañado de represiones brutales y, más tarde, cuando la situación lo permite, refrendado con elecciones amañadas.  

Controladores y vigilantes del interminable proceso, las multinacionales y los gobiernos europeos: cuando en 1992 Pascal Lissouba ganó las elecciones en la República Democrática del Congo, destronando temporalmente al presidente Denis Sassou Nguesso que se había encumbrado en 1979, la petrolera francesa Elf Aquitaine y el gobierno de Jacques Chirac financiaron una guerra civil de cuatro años, que terminó restableciendo en el poder a su candidato. A la fecha, Sassou Nguesso sigue como presidente. 

Sin embargo, estas mismas dinastías oligárquicas y reaccionarias han participado activamente en un proceso de signo contrario, que es mucho menos conocido: la integración económica y sociopolítica del continente africano. Mañana 30 de mayo debería entrar en vigor el Tratado Continental de Libre Comercio Africano (AfCFTA). Es un proyecto ambicioso: prevé la integración arancelaria, el libre movimiento de productos y capitales, y tendencialmente de la fuerza de trabajo (el pasaporte africano ya está vigente en varios países). No es improvisado: los fundamentos se echaron desde 2001 y se han creado paulatinamente infraestructuras provisionales de soporte (ocho Comunidades Económicas Regionales, con distintos niveles de integración recíprocas). La fase final de este alumbramiento empezó en 2017, se oficializó con la cumbre de la Unión Africana del 31 de marzo 2018 y está a punto de despegar: sólo Nigeria, Eritrea y Benin no han firmado aún los acuerdos pertinentes. 

Los latinoamericanos tenemos una experiencia significativa: el lanzamiento del TLCAN entre 1992 y 1993 produjo una mezcla contradictoria de euforia oficial y desconfianza popular (que en México culminó en el alzamiento zapatista). Por otro lado, la integración acelerada de la Unión Europea desde el Tratado de Maastricht (febrero 1992) ya ha mostrado el cobre, y ya se reconoce la existencia de una “Europa a dos (o más) velocidades. Es casi imposible no revisar las protestas populares de los últimos meses en Argelia, Túnez, Libia y Sudan en el marco de este proceso.  

África a dos velocidades: en Argelia, el régimen militar en el poder ha aceptado, en marzo de este año, reemplazar la candidatura del nonagenario Bouteflika con una especie de directorio colectivo: acuerdo provisional, en que un nuevo enfrentamiento entre masas populares y grupos en el poder sólo está pospuesto. En Sudan, el régimen militar ha ido más adelante y más rápidamente: en abril ha organizado un golpe para eliminar a su propio líder vitalicio (Omar al-Bashir) y sustituirlo con una junta; eso no terminó con la protesta popular y, con el afán de surfear la ola, el nuevo representante de la junta dimitió a los dos días para dar paso a nuevas negociaciones; finalmente, frente a la evidencia de que la oposición no iba a dejarse manipular, la junta militar decidió mostrar la cara dura de la represión.  

Varias lecciones. Primera: los procesos de integración continental acelerados, manejados desde arriba, muestran claramente el abismo entre optimismo oficial a largo plazo y situaciones económico-sociales explosivas a breve término. Segunda: el eslabón débil del “continente de los presidentes vitalicios” es aquel que tiene contactos más estrechos con los movimientos de protesta europeos (África del norte árabe, vía las conexiones con Francia) y que cuenta, además, con un fuerte cimiento ideológico-religioso (el islam sudanés tiene una tradición más combativa que las misiones católicas congolesas). 

Tercera: los movimientos de protesta en el mundo árabe muestran una participación mayoritaria de mujeres, igual o más que sus contrapartes europeas; en reacción, la junta militar sudanesa, en las semanas pasadas, ha desenterrado armas que parecían sepultadas en la limpieza étnica de los años noventa: “get the girls” (en términos de violaciones, amenazadas o realmente consumadas) para tener controlados a los varones. Un reportaje de Al-Jazeera mostraba que la noche después las jóvenes sudanesas, maltrechas y orgullosas, estaban de regreso a la protesta callejera. 

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